Solemos confundir la enfermedad con el conjunto de molestias o afecciones que la acompañan (migrañas, procesos inflamatorios, dolores, fiebre, etc.). Sin embargo, estas manifestaciones clínicas constituyen tan solo la punta del iceberg de lo que es un proceso con muchas más implicaciones.

La enfermedad, como concepto, representa un determinado estado o condición de la persona, estado que surge como consecuencia de una desarmonía en la operativa del organismo. La salud es todo lo contrario: una situación de equilibrio (homeostasis) en la que todos los sistemas biológicos del individuo funcionan armónicamente.

No cabe duda de que, en la patogénesis de algunos problemas de salud, existe una clara influencia de factores externos fuera de nuestro control, como pueden ser: virus, bacterias, condiciones ambientales desfavorables, aspectos genéticos, etc. Pero también es cierto que nuestros hábitos y actitudes vitales (basados en factores mentales y emocionales, sobre todo) son condicionantes decisivos a la hora de potenciar o mermar nuestra inmunidad frente a estos agentes patógenos.

Por otra parte, los trabajos pioneros en psico-neuro-endocrino-inmunología (PNEI), una nueva rama de la medicina, y en otras técnicas que beben de las fuentes de la bio-psicología (la biodecodificación es un ejemplo), han puesto de manifiesto la influencia de aspectos de tipo cognitivo-afectivo en la génesis de muchas enfermedades. Está ampliamente demostrada, por ejemplo, la relación entre el distress (estrés dañino) y muchos desajustes orgánicos. Igualmente, es conocida su implicación en el desarrollo de desarreglos de tipo psico-emocional (ansiedad, depresión, dificultades de relación, estrategias de afrontamiento, etc.). También, la predisposición a experimentar actitudes y emociones aflictivas (melancolía, hostilidad-ira, culpabilidad, miedo, baja autoestima, visiones catastrofistas del mundo y del futuro, etc.) puede incidir en una mayor probabilidad de morbilidad y mortalidad relacionadas con la evolución de diversas enfermedades.

Son este tipo de factores, más vinculados con los hábitos de vida y el modo de afrontar las dificultades, los que propician, muchas veces, el desarrollo de trastornos mentales y dolencias físicas, estando directamente conectados a la calidad de vida y la longevidad. Igualmente, pueden intensificar y empeorar el curso y la evolución de una enfermedad, interferir con su tratamiento y modular la percepción de las molestias.

Podríamos reinterpretar la sintomatología como un mensaje, generado por el organismo y cuya función es la de poner en evidencia la existencia de un conflicto interno, una falta de coordinación entre las diferentes partes que constituyen nuestro todo (física, emocional, mental y espiritual). Este enfoque, que pone el énfasis en el modo de vida, puede dar nuevas pautas para afrontar las enfermedades y en especial la patología de tipo crónico. Pone el punto de atención en el paciente, y más concretamente en cómo vive, cómo piensa, cómo se enfrenta a su entorno…En definitiva, en el conjunto de facetas que definen a la persona y no solamente en su cuerpo físico.

Los síntomas adoptan diferentes formas y ritmos. Algunos se desarrollan en días, mientras que otros tardan en asomar a la superficie meses o años. En ocasiones, su expresión corporal se manifiesta en forma de débiles susurros (tos, estornudos, gases intestinales, manos y pies fríos, hemorroides…). Otras veces, los síntomas gritan, alertando de que algo grave está ocurriendo (dolores persistentes de espalda, escoliosis, colon irritable, refriados constantes, bronquitis repetitivas, jaquecas, afecciones cutáneas importantes…). Y, por último, cuando no se ha puesto remedio, la sintomatología se desborda hasta que nuestros cuerpos acaban por dar alaridos (fibromialgia, cáncer, infartos, cálculos renales, enfisema…).

Si prestamos atención a los primeros síntomas de manifestación de las enfermedades, más allá de intentar únicamente acallarlos con medicación, y buscamos en nuestro modus vivendi una posible relación de causa-efecto con el mal que nos aqueja, estaremos dando pasos de gigante en la prevención de dolencias mayores y poniendo todo de nuestra parte para prevenir futuras dolencias crónicas y degenerativas. No quiere decirse que no haya que tratar los síntomas, en especial cuando son dolorosos, sino que, también, hay que preocuparse por encontrar su causa primaria en nuestra manera de vivir, pensar y actuar.

La manifestación de las enfermedades graves tiene una profunda relación con la falta de atención a nuestra vida diaria: necesidades íntimas (anhelos, deseos…), dificultad en el manejo de las emociones, falta de propósito y sentido de la propia vida, etc. Los síntomas, en estos casos, solo ponen de manifiesto las consecuencias de un estilo de vida que no resulta apropiado para nuestra salud, hablando en sentido amplio (según la OMS: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades»).

Podríamos decir que: TODA ENFERMEDAD tiene una causa (conocida o desconocida), y esta causa está, en último término, íntimamente relacionada con la manera en que la persona afronta su vida (hábitos, creencias, actitudes, emociones…).

Cuando una sintomatología se repite una y otra vez, nos indica que el mensaje asociado no ha sido comprendido. O, por decirlo de otra manera: los factores de vida desestabilizantes que han generado los síntomas no han sido modificados. El hecho de centrarnos, únicamente, en eliminar las molestias que genera la enfermedad (acción paliativa) mediante medicación de cualquier tipo, lejos de resolver el problema, lo intensifica (un ejemplo claro es la utilización permanente de analgésicos que terminan por exigir, con el tiempo, su uso incremental). Este puede ser el mecanismo de generación y mantenimiento de las llamadas enfermedades crónico-degenerativas (intentando acallar los síntomas se produce el efecto contrario).

Como origen de todo proceso de cronificación (pérdida mantenida del bienestar) se identifican, con frecuencia, problemas de tipo emocional: represión (emociones no expresadas o mal procesadas), duelos que no llegan a ejecutarse, estrés vital ante un entorno que se siente como amenazador, conductas obsesivas, actitudes autodestructivas, etc. La enfermedad, en estos casos, se manifiesta como una vía de escape al estrés funcional al que sometemos a nuestro cuerpo. Se trata de una somatización de los problemas mentales y emocionales, una vía de descarga energética para evitar el colapso biológico.

La enfermedad, bajo este nuevo prisma, se convierte en un aliado que nos va a permitir, si trabajamos sobre las causas primarias (cognitivo-afectivas), no solo abrir nuevos caminos de retorno a la salud, sino, también, mejorar nuestro nivel de bienestar y felicidad personal.

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